En la era digital, donde el dinero vuela con solo un clic y los fraudes se perfeccionan más rápido que los sistemas de seguridad, una simple llamada telefónica puede bastar para vaciar una cuenta bancaria. Hoy en día, ya no hace falta perder una tarjeta, revelar un número de cuenta o ingresar una clave en una página sospechosa. Basta con contestar el teléfono. Un número que parece legítimo, una voz que suena profesional, un guion cuidadosamente diseñado para despertar miedo, urgencia o confusión.
Y en cuestión de minutos, el saldo desaparece. No importa cuántas medidas de seguridad se activen. No sirve de mucho tener tokens, sistemas de doble autenticación, claves dinámicas, notificaciones en tiempo real o aplicaciones biométricas. Cuando alguien logra penetrar ese umbral psicológico, incluso el sistema más blindado se vuelve inútil. Lo que sigue no es solo un delito. Es una experiencia humillante y desgastante.
Comienza la carrera contra el tiempo: intentar comunicarse con el banco. Buscar un número, marcar, escuchar música de espera, repetir una y otra vez lo sucedido. La atención al cliente se convierte en una especie de laberinto kafkiano, donde cada llamada lleva a otra, cada operador transfiere la responsabilidad, y cada minuto perdido parece reducir las posibilidades de solución. Al final, lo único claro es que nadie parece tener el poder -ni el interés- de ayudar realmente.
Mientras la víctima entra en pánico, desde el otro lado del teléfono se escucha un tono amable pero distante: "espere en línea", "su caso será escalado", "debe comunicarse con otro departamento". Lo que debería ser un canal de auxilio se transforma en una barrera burocrática, diseñada más para contener que para resolver. Porque en este guion tragicómico, el banco no desempeña el papel del salvador.
Es el espectador indiferente que observa desde lejos, con una mezcla de resignación y condescendencia. o, peor aún, el cómplice silencioso que, con su pasividad, valida el delito. Los fraudes por vishing -aquellos que se realizan a través de llamadas telefónicas falsas- se han multiplicado de forma alarmante en los últimos años. Sin embargo, la mayoría de los bancos continúan reaccionando como si cada caso fuera el primero.
Las políticas de seguridad se enfocan más en trasladar la responsabilidad al usuario que en prevenir de forma efectiva. ¿Se detectó un movimiento inusual? El aviso llega demasiado tarde. ¿La cuenta fue vaciada? El banco lamenta lo ocurrido, pero no asume el daño. ¿Se cayó en una estafa telefónica? La culpa, por supuesto, recae en quien respondió. La narrativa es siempre la misma: debió tener más cuidado, debió estar mejor informado, debió desconfiar.
Como si la víctima fuera responsable por no anticipar una estafa que ha sido diseñada precisamente para burlar la lógica, la confianza y la buena fe. Como si el rol de la banca se limitara a ofrecer productos, pero no protección. Porque en el nuevo modelo de banca, el cliente ha dejado de ser el centro de la relación. Ahora ocupa otro rol: el del chivo expiatorio. Si algo falla, si alguien roba, si el sistema colapsa, la culpa nunca recae sobre la institución.
Recae, invariablemente, sobre quien menos poder tiene. Y si se pierde el dinero, simplemente se archiva el caso. Se agradece la llamada. Se cierra el ticket. Con un saludo cordial: atentamente, el banco. En el libro se presenta una encuesta, una serie de tipologías y reflexiones finales.
En la era digital, donde el dinero vuela con solo un clic y los fraudes se perfeccionan más rápido que los sistemas de seguridad, una simple llamada telefónica puede bastar para vaciar una cuenta bancaria. Hoy en día, ya no hace falta perder una tarjeta, revelar un número de cuenta o ingresar una clave en una página sospechosa. Basta con contestar el teléfono. Un número que parece legítimo, una voz que suena profesional, un guion cuidadosamente diseñado para despertar miedo, urgencia o confusión.
Y en cuestión de minutos, el saldo desaparece. No importa cuántas medidas de seguridad se activen. No sirve de mucho tener tokens, sistemas de doble autenticación, claves dinámicas, notificaciones en tiempo real o aplicaciones biométricas. Cuando alguien logra penetrar ese umbral psicológico, incluso el sistema más blindado se vuelve inútil. Lo que sigue no es solo un delito. Es una experiencia humillante y desgastante.
Comienza la carrera contra el tiempo: intentar comunicarse con el banco. Buscar un número, marcar, escuchar música de espera, repetir una y otra vez lo sucedido. La atención al cliente se convierte en una especie de laberinto kafkiano, donde cada llamada lleva a otra, cada operador transfiere la responsabilidad, y cada minuto perdido parece reducir las posibilidades de solución. Al final, lo único claro es que nadie parece tener el poder -ni el interés- de ayudar realmente.
Mientras la víctima entra en pánico, desde el otro lado del teléfono se escucha un tono amable pero distante: "espere en línea", "su caso será escalado", "debe comunicarse con otro departamento". Lo que debería ser un canal de auxilio se transforma en una barrera burocrática, diseñada más para contener que para resolver. Porque en este guion tragicómico, el banco no desempeña el papel del salvador.
Es el espectador indiferente que observa desde lejos, con una mezcla de resignación y condescendencia. o, peor aún, el cómplice silencioso que, con su pasividad, valida el delito. Los fraudes por vishing -aquellos que se realizan a través de llamadas telefónicas falsas- se han multiplicado de forma alarmante en los últimos años. Sin embargo, la mayoría de los bancos continúan reaccionando como si cada caso fuera el primero.
Las políticas de seguridad se enfocan más en trasladar la responsabilidad al usuario que en prevenir de forma efectiva. ¿Se detectó un movimiento inusual? El aviso llega demasiado tarde. ¿La cuenta fue vaciada? El banco lamenta lo ocurrido, pero no asume el daño. ¿Se cayó en una estafa telefónica? La culpa, por supuesto, recae en quien respondió. La narrativa es siempre la misma: debió tener más cuidado, debió estar mejor informado, debió desconfiar.
Como si la víctima fuera responsable por no anticipar una estafa que ha sido diseñada precisamente para burlar la lógica, la confianza y la buena fe. Como si el rol de la banca se limitara a ofrecer productos, pero no protección. Porque en el nuevo modelo de banca, el cliente ha dejado de ser el centro de la relación. Ahora ocupa otro rol: el del chivo expiatorio. Si algo falla, si alguien roba, si el sistema colapsa, la culpa nunca recae sobre la institución.
Recae, invariablemente, sobre quien menos poder tiene. Y si se pierde el dinero, simplemente se archiva el caso. Se agradece la llamada. Se cierra el ticket. Con un saludo cordial: atentamente, el banco. En el libro se presenta una encuesta, una serie de tipologías y reflexiones finales.